…sucedió
cuando aún no sabía nada sobre las mujeres. O, mejor, habrá que decir menos que nada, porque esa sigue siendo
una de mis grandes asignaturas pendientes… Bueno, lo sería casi para
cualquiera... Y, sí, de eso también hablaba el dichoso papelito de Ommael…
…y
es que hubo un tiempo, en realidad no ha pasado tanto, en que contemplaba el
universo femenino casi desde un telescopio... Me parecía estar a años luz de la posibilidad de
interesarle, de verdad, a una chica. Había tenido mis escarceos… Pero de las
chicas que realmente me habían
gustado, nada de nada…
…durante
mucho, mucho tiempo, estuvo Isabel. Pero, igual: un amor platónico. Como
contemplar un planeta, o una galaxia lejana. Para un chico tan miedoso como yo,
quedarse clavado en ese sentimiento
era una solución perfecta…
…y
eso que hubo un momento en que parecía que podría producirse un milagro…
Primero, después de años sin saber de ella, recuperé el contacto. Con una
carta, por supuesto. Muy bonita. Seguramente el borrador estará en el cajón de
mis recuerdos especiales de Torrero.
Esas cosas nunca se tiran…
…y
luego aún compartimos un tiempo de amistad, varios años, quizá. No lo recuerdo
muy bien… Lo que sí recuerdo, como si fuera ayer, es un momento mágico con
ella. De esos que no se olvidan. Un día cualquiera de uno de aquellos veranos.
Un café en su casa aprovechando que no estaban sus padres… En el blog de otra persona, esta pequeña
historia habría acabado de una manera muy distinta…
…pero,
en el mío, la magia no estuvo ni en darle el primer beso (ojalá hubiera ocurrido)
ni en hacerle el amor… La magia estuvo en que, no sé por qué, tuve el impulso
irresistible de regalarle un libro. Entonces acababa de leer a Anthony de
Mello, el místico-jesuita indio represaliado por el Vaticano después de muerto…
…y
le compré el libro y se lo regalé…
…aunque
lo curioso es que ella había tenido exactamente el mismo impulso irresistible,
acababa de leer Cien años de soledad,
de García Márquez e, igualmente, me lo compró y me lo regaló…
…¿Sheldrake
otra vez? Quizá…
…para
mí, fue un momento inolvidable, sublime. Mágico. Pero, lamentablemente, pronto
se vio que nuestro amor era imposible. A Isabel no le gustó Anthony de Mello. Y
a mí no me gustó Cien años de soledad.
Acabé de José Arcadio Buendía hasta el gorro. Nunca he podido con García
Márquez…
Así
que nunca acabamos juntos. Es más: acabamos enfadados. Hubo un malentendido,
ella se enfadó conmigo… Estuve años sin hablar con ella. Hasta que un día la vi
en la tele. De presentadora-colaboradora de un programa. Y escribí a la
emisora. Otra vez una carta, bueno, un e-mail.
Ahora hablamos de vez en cuando. Muy de vez en cuando. Pero ya no es lo mismo.
O, mejor, yo ya no soy el mismo. Y,
seguramente, ella tampoco…
Pero
este post no pretendía hablar de
Isabel. Mis lágrimas de chocolate no
fueron por ella. Fueron por Juliana…
…cuando
conocí a Juliana, por supuesto, seguía sin haber aprendido nada sobre las
mujeres. La conocí por necesidad: yo buscaba compartir un piso en Barcelona.
Estaba a punto de empezar mi segunda etapa de trabajo allá. Y Juliana buscaba lo
mismo: alguien con quien compartir piso y gastos. Ella ya tenía el piso: un
apartamento muy bonito, quizá algo pequeño, pero luminoso y muy cómodo. En
pleno barrio de Sants. Detrás de la Plaça del Centre…
…y
es que elegí a Juliana porque me gustó. Se me ocurrió la idea peregrina de
buscar deliberadamente alguna chica
que buscara compartir su piso con un chico. Precisamente
con un chico. La Generalitat catalana
tenía entonces un servicio, una base de datos, que permitía hacer ese tipo de
búsquedas. Una tentación demasiado irresistible para alguien como yo…
…y
me decidí. Conocí por ese medio varias personas, varias chicas…
Sorprendentemente, podía elegir… Y la elegí a ella…
…naturalmente,
porque me enamoré de su mirada. De su acento argentino… Y de su preciosa,
extraordinaria, historia personal. Aunque lo verdaderamente bonito era oírsela
contar a ella…
Estuve
con Juliana casi un año. Fue una experiencia muy interesante, llena de pequeños
matices. Pero difícil. Agridulce. Ella no me lo puso nada fácil. Pero, a
cambio, me regaló una lección muy valiosa sobre las relaciones…
…y
es que, desde el principio, quise agradar, fuera como fuera, a aquella mujer.
Quise convertirme en su perfecto compañero
de piso. Quise que no le faltara de nada. Ser una pequeña ayuda en una vida, la
suya, demasiado ajetreada, extenuante, por haber elegido una carrera difícil y,
encima, tener que compaginarla con el trabajo…
…ni
siquiera permitía que se ocupara de la limpieza del piso. Total, se hacía en un
volado…
La
convivencia siempre fue muy fácil, muy correcta… Pero, lamentablemente para mis
ilusiones, nunca se convirtió en una amistad. Tuvimos nuestros momentos,
nuestras conversaciones, nuestras pequeñas confidencias… Pero Juliana no estaba
a gusto conmigo. Para ella era incómodo convivir con alguien con la expectativa
de algo más que compartir el piso…
…y,
además, estaba rehén de la situación: dado que realmente necesitaba ayuda, y que quizá era demasiado orgullosa
para pedirla…
Juliana me enseñó muchas cosas, muchas. A pesar de no
haberla enamorado y, muy al contrario, haber provocado una cierta frialdad y
distancia. O precisamente por eso. Me hizo cuestionarme muchas cosas: me hizo
verme a mí mismo ridículo, sin un átomo de autoestima, forzado a hacer cosas
desesperadas para captar la atención de alguien como ella…
…como aquella vez que les cedí mi habitación a sus
padres, que estuvieron dos semanas visitándola en Barcelona, para que no
gastaran tanto dinero…
…cuando, en realidad, lo que hubiera necesitado hacer
para enamorarla era muy sencillo: nada. De haber tenido que surgir, habría
surgido solo. Lo sé ahora, aun cuando sigo sin saber casi nada de las mujeres: habría bastado con no tener esa ansiedad por
estar con ella. Simplemente habiendo sido un chico normal, el vecino de su
cuarto de al lado… y habría sido ella la que habría tenido la curiosidad por
conocerme…
Aquel período de mi vida, aquellos días con Juliana,
también me enseñó otra cosa, importante, sobre mí mismo: aunque sigo enfermo de
falta de autoestima y, en ocasiones, bueno, casi todo el tiempo, parece que miro a todas las mujeres…
…en realidad, a las que he querido de verdad y por
las que he perdido el sentido, han
sido aquellas que, de un modo u otro, han sufrido en la vida y no lo han tenido
fácil, y se han rehecho y han sabido salir adelante…Mujeres fuertes, valientes…
Con el valor que, seguramente, pienso que me falta a mí…
…y han sido muy, muy pocas…
…como Juliana. A la que no he vuelto a ver, ni
siquiera hablar, ni cruzar un mensaje, desde que salí del piso que compartíamos
juntos, en Sants.
¿Mis “lágrimas de chocolate”? El título de una carta.
Otra carta, otra vez, muy bonita. Durísima, para mí, de leer. Era para Juliana,
mi carta de despedida, la que le esperaba en su casa justo el día que me
marchaba. Le decía algo muy sencillo: que la quería. Aunque era consciente de
que, probablemente, ya no la volvería a ver…
…y que, desde aquel día, ya no tendría helado de
chocolate esperándole en la nevera. Porque yo sabía que le encantaba y, siempre
que hacía la compra, siempre, le llevaba su helado de chocolate…
A pesar de todo, me encanta poder decir estas cosas. Y
me encanta haber querido en esta vida, aunque a veces no haya sido correspondido.
Mi tía Asunción, de Málaga, con esa gracia que tienen los andaluces, lo habría
dicho de un modo muy sencillo: eso es que
no era la tuya…
…pues no, no era la mía. O sí, pero no supe hacerla
mía…
¿La foto de cabecera? El Parque del Agua, en Zaragoza.
Parte del trabajo de Juliana. Tan especial como lo era ella…
…ahora, Juliana, ya no tendrás más
helado de chocolate de tu vecino de cuarto esperándote en el congelador. Mis
lágrimas de chocolate. Pidiéndote, suplicándote, un poquito de tu precioso tiempo.
Simplemente un poquito de tu precioso tiempo. Lo que probablemente no vuelva a
tener nunca más…
Zaragoza,
julio de 2012.
Para Isabel y para Juliana. Y para todas aquellas personas a quienes hemos querido, de verdad, en esta vida.
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