Hay quienes tardamos en aprender algunas cosas importantes en la vida… O igual hasta no las aprendemos nunca. No sé si es algo que sólo afecta a los de Torrero que no nacimos en Torrero. Puede ser…
…me
pegué casi cuatro años en Barcelona, en dos épocas distintas, separadas por
bien poco tiempo. Cuando ahora hablo de todo aquello, parece que lo hago en
catalán, de la emoción con que lo hago. Si le preguntas a alguno de los amigos
más recientes, a cualquiera de los barbacoeros, o los gamesinos, o los de la
salsa, o los de Tudela, a cualquiera que se haya cruzado en mi vida
recientemente, te dirá lo a gusto que estuve en Barcelona y lo mucho que
significó para mí. Porque yo se lo he contado. Y, sin embargo…
…sin
embargo, en aquella época, echaba pestes de todo aquello. Volvía a Zaragoza
prácticamente todos los fines de semana. Y del catalán, ¡por Dios! A todo el
que me preguntaba, le contestaba que por
supuesto no hablaba una palabra, y que nunca lo hablaría. Y me divertía
fastidiando con eso… A mi amigo Alfredo, por ejemplo (qué tarde la de aquel día cuando paramos la línea del Almera Tino
por el dichoso suministro de ruedas), que jamás consentí en llamarle Alfred, en catalán…
Hay
que joderse… La pura verdad es que, si hay algo que envidio en esta vida, es la
capacidad de expresarse en otra lengua. Lo cual incluye, por supuesto, al
catalán. Me encanta la sonoridad que tiene, algunos de esos fonemas imposibles
en español, esa endiablada “ll” que hacen sonar ellos en medio de algunas
palabras, como Collblanc, el barrio de l’Hospitalet que quedaba al otro lado de
mi primera casa compartida en Barcelona, en Les Corts…
…así
que me habría encantado aprenderlo. Pero se pasó la oportunidad. Me inventé un
personaje que odiaba el catalán, y seguí la representación hasta el final,
hasta sus últimas consecuencias. De lo poco que reconozco que tengo habilidad:
soy un actor cojonudo. Un maestro en aparentar lo que no soy y decir lo que no
pienso…
…y
alguien me podrá decir que, bueno, que quizá empleé mi tiempo en otras cosas,
cosas más interesantes. No sé si lo fueron. Lo que sí sé es que apenas puedo
recordar cuáles fueron esas cosas. Y que esto no lo puedo escribir en catalán,
porque no sé…
…y
lo más importante, la razón de la emoción que siento hoy al hablar de aquella
época: mucho quejarme de tener que vivir en la ciudad canalla, como llamaba yo a Barcelona… pero allí fue donde
conocí a alguno de mis grandes amigos, de las personas que han marcado mi vida.
Donde me enamoré de María José y de sus ojos azules como el mediterráneo… Donde
compartí piso, discutí y viví una experiencia inolvidable con Juliana, la
arquitecta argentina... Donde conocí a Andrea, mio fratello, mi hermano italiano, y a Manolo, Javi, Carlos…
Hoy
ha pasado mucho tiempo… O quizá no tanto, pero parece un siglo. De camino acá,
llegaron otras cosas a mi vida. Llegó María José, la otra María José, la que me quiso. Y llegó Pamplona…
…
y a Pamplona, como decía al principio, le dediqué mi fabulosa capacidad de
cometer exactamente los mismos errores
una y otra vez. Le dediqué mi mejor hostilidad: a mis ojos, era la ciudad más
pequeña, fea, fría y de gente más estirada que había conocido en mi vida. Y,
aprovechando que no llegué solo, porque llegué con mi María José, y que aparentemente no necesitaba a nadie más, ni
siquiera nos molestamos en vivir en ella... Vivimos en el campo, en Legarda, al
pie de la sierra del Perdón. Ni yo ni María José trabajábamos en Pamplona. Y
por supuesto, la duda ofende, volvíamos a Zaragoza cada fin de semana. Pamplona
era la nueva ciudad canalla…
…
y, naturalmente, sucedió. A nuestra hostilidad, o mejor, mi hostilidad, Pamplona nos devolvió la oportunidad de conocer un
puñado de personas inolvidables, de esas que uno espera que sigan formando
parte de tu vida para siempre. Es más, es una lista tan larga que tratar de no
olvidar a nadie haría este post
insoportable... Quizá, por resumir todo ese sentimiento en una sola persona,
nombraría a Diego, nuestro casero de Legarda. No sólo se desvivió por hacernos
estar a gusto durante todo el tiempo que ocupamos su casa… sino que también nos
regaló la oportunidad de usar su casa de Palma de Mallorca por simple amistad,
en unas de las vacaciones más maravillosas de nuestras vidas…
…y
Pamplona me regaló muchas otras cosas. En particular, me regaló un trabajo, y
no uno cualquiera, sino uno especial, que ha llenado y sigue llenando mi vida.
Como para no estarle agradecido…
…pero
sigo empeñado en mi personaje, ese que se muere de la envidia y no reconoce los
méritos, al menos, de las ciudades en que vive. Mis amigos barbacoeros ya lo saben; por eso, a la página del Facebook que
hicieron para mí, no cabía elegirle otra contraseña: Pamplona…
…lo
que no sabían es que “Pamplona” no sólo es la primera contraseña de mi
Facebook… es la contraseña de mi vida entera… El resumen de todas mis
contradicciones, mis miedos, mis frustraciones y mis aspiraciones… Si me
forzara a tener que elegir una imagen del mundo, una sola, sin duda elegiría la
visión que se tiene del valle sobre la cima del Perdón…
…justo
ese punto al que, para llegar desde Zaragoza, casi forzosamente hay que pasar
por Pamplona… Siempre Pamplona…
Zaragoza,
mayo de 2012.
Para
todos mis amigos pamplonicas y, por extensión, navarros.
Para
Andrea Montepaone, mio fratello, mi
hermano italiano.
Y
para Diego Rodríguez, mi entrañable ex-casero.
Me dejas sin palabras con tu nuevo post... Te descubres y lo que se vislumbra es grande, honesto y valiente. Por si acaso, lo escribo en pequeño, no sea que tu personaje no te deje leerlo...
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